Final del juego

Juan Luis H. González
Viví parte de mi infancia en la calle Pirineos, en la colonia Independencia de Guadalajara. A una cuadra de mi casa estaba el parque de los Venados, y a tres calles, la escuela donde cursé cuarto y quinto de primaria. En la esquina había unos abarrotes y una pastelería Somosierra, donde mi padre me compraba un helado cuando sacaba buenas calificaciones. No siempre sucedía, pero cuando pasaba, elegía el mismo: una copa hawaiana de Bambino. Era un pequeño ritual que sabía a triunfo y a vainilla.
Las tardes en nuestros Pirineos se alargaban como los veranos, entre goles, gritos, risas y misterios. Los patines, la avalancha, el shangai, el trompo, el stop, las escondidas y el fútbol, por supuesto: todo formaba parte de un inventario cotidiano que no cabía en ninguna consola. No necesitábamos más. Éramos muchos, y jugábamos como si el tiempo no corriera.
En 1982, la calle era una extensión de la casa, pero también un espacio autónomo. La ciudad nos cuidaba, no con cámaras, patrullas ni protocolos, sino con algo más simple y sutil: comunidad. Vecinos atentos, vínculos estrechos entre familias y confianza compartida. La seguridad no era un tema que se discutiera; simplemente estaba. Salíamos de nuestras casas con nuestros nueve años a cuestas y con la certeza de que el mundo, con sus reglas invisibles, nos iba a permitir regresar.
Hoy, los paisajes que pintan nuestras ciudades han cambiado. Los parques de muchas colonias están vacíos, las calles dejaron de ser escenarios para volverse amenazas. Los niños, aunque rodeados de pantallas, información, tecnologías y estímulos digitales, viven encerrados. No por castigo, sino por miedo. Miedo a la violencia, a los demás, al otro. Y en ese tránsito se perdió algo fundamental.
La inseguridad y la era digital arribaron a nuestro país casi al unísono y rompieron fibras importantes dentro de nuestras comunidades y familias. En el momento en que el juego dejó de ser físico y el cuerpo ya no participa, las calles, en buena medida, dejaron de pertenecernos.
Los pasatiempos de mi infancia eran más que diversión: eran rituales compartidos, abiertos al riesgo, a los sentimientos, a la risa, a la frustración. También había carrilla, y sí, había bullying —no lo llamábamos así, pero ahí estaba—, porque la libertad también implicaba exposición y cierta violencia. Sin embargo, todos sabíamos jugar un papel en esa comunidad: un ecosistema social donde los actores eran reales, de carne y hueso, y el intercambio físico y emocional era auténtico. Aprendíamos a ganar, a perder, a defendernos, a ceder. Aprendíamos a vivir entre otros.
En La desaparición de los rituales, Byung-Chul Han señala: “Los ritos son acciones simbólicas. Transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad. Generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad.” Hoy, las y los niños se mantienen hipercomunicados, pero no se ensucian la ropa, no se raspan las rodillas, no lanzan piedras ni corren sin motivo.
Su entorno es cada vez más controlado, hiperprotegido, estructurado al milímetro. Todo es agenda, supervisión, espacio cerrado, prevención. Se intercambió el riesgo por el control, la libertad por el resguardo.
¿Cuál es el costo de criar generaciones que no saben estar en la calle?
Quizá no sea solo la pérdida del juego, sino también la erosión de la convivencia básica, de la confianza mutua, de lo común.
Si dejamos que el miedo y la hiperprotección definan el entorno infantil, no solo se extinguirán los juegos: se desvanecerá también la posibilidad de formar ciudadanos capaces de habitar lo público, de negociar la diferencia, de construir comunidad.