Poder Judicial: Tan cerca de la élite y tan lejos de la gente

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Juan Luis H. González 

 

 

En México, la autonomía del Poder Judicial ha sido, en el mejor de los casos, una aspiración; en el peor, un dique útil para mantener intactos los intereses de las jerarquías del poder político y económico. Lo que hoy se presenta como una ruptura con “la institucionalidad democrática” —la elección popular de jueces y ministros— no es sino la revelación incómoda de una vieja verdad: el Poder Judicial en México ha estado secuestrado y ha respondido históricamente más a los equilibrios del poder que a la sociedad.

 

Durante décadas, la Suprema Corte ha sido integrada por personajes elegidos en acuerdos íntimos entre presidentes y cúpulas de los partidos, sin escrutinio real. La reforma de Ernesto Zedillo en 1994, que hoy algunos citan como un parteaguas republicano, tuvo como trasfondo la necesidad de blindar al régimen frente a las tensiones del fin del priismo hegemónico. La Corte se depuró, sí, pero también se disciplinó con los poderosos.

 

Lo que se discute hoy no es solo la reforma electoral al Poder Judicial, sino el lugar real que ocupan los actores políticos del país y su legitimidad frente a las y los electores. La elección del pasado domingo no debe leerse únicamente como un ejercicio técnico, sino como un terreno donde se cruzan narrativas, intereses y mucha política. Ahí, en ese campo simbólico, se desplegó esta nueva confrontación que conviene analizar de manera puntual:

 

1. La capacidad de movilización de la 4T y sus opositores. Más de 13 millones de personas participaron en la elección. Para los estándares de Morena, la cifra puede parecer baja, pero para el PRI y el PAN —hoy reducidos a cenizas— alcanzar esa cantidad de votantes hubiera sido una tarea imposible. Este dato, lejos de ser marginal, revela que incluso en ejercicios novedosos, hay sectores ciudadanos dispuestos a ensayar nuevas formas de justicia.

 

2. La campaña ideológica del “peligro autoritario”. Desde semanas antes, parte de la oposición política, mediática y académica instaló el relato de que México caminaba hacia una dictadura. Pero presentar como amenaza lo que en otros países han hecho —Estados Unidos desde el siglo XIX en el caso de jueces estatales, por ejemplo— resulta, cuando menos, inconsistente. Lo que verdaderamente inquieta no es la “autonomía” que supuestamente se pierde, sino la influencia y capacidad de decisión que ciertas cúpulas ya no podrán ejercer con la misma comodidad.


3. El temor de los intereses económicos. Detrás del discurso jurídico sobre la “independencia” judicial se esconden viejos pactos de protección a intereses privados. Casos como el de Salinas Pliego —que se niega a pagar impuestos multimillonarios— muestran cómo el Poder Judicial ha sido, durante años, refugio de los más fuertes. Lo que se erosiona no es la justicia, sino la garantía de impunidad de quienes han utilizado al sistema judicial para garantizar sus beneficios.


4. El contexto real de la elección. Las cifras no engañan: las consultas públicas, los ejercicios de ratificación de mandato y otros mecanismos ciudadanos movilizan menos votantes. Eso lo sabemos todos. Convertir esa baja participación en una prueba de ilegitimidad es una lógica peligrosa que haría inviable casi cualquier mecanismo democrático que no esté mediado por una elección presidencial. Lo que vale aquí no es solo la cantidad, sino el hecho mismo de que por primera vez se abrió el proceso a los ciudadanos.


A toro pasado, la pregunta no es si el modelo de elección debe mejorarse —por supuesto que sí—, sino si estamos dispuestos a que la justicia sea también un campo democrático. Lo demás es nostalgia de privilegios pasados. La independencia judicial no se garantiza con latinismos ni solemnidad, sino con procesos abiertos, con rendición de cuentas y con un vínculo real con la sociedad.


Quienes hoy se rasgan las vestiduras no lo hacen por la justicia, sino porque ya no tendrán el control del tablero. Lo que se está erosionando no es la autonomía del Poder Judicial, sino el monopolio que ciertos sectores ejercían sobre él. Y ese, nos guste o no, es un paso hacia otro modelo de justicia: imperfecto, sí, pero más expuesto a la ciudadanía. Y por lo mismo, más difícil de capturar.