Narcoestética y libertad de expresión

Juan Luis H. González S.
Sin duda, la libertad de expresión es una de las conquistas más importantes de las sociedades democráticas, pero, como toda libertad, también debe entenderse en su contexto histórico, social y cultural. En este país —cruzado por la violencia y el dolor desde hace muchos años— no podemos seguir normalizando espectáculos públicos que glorifican a criminales y asesinos como si fueran modelos de éxito o héroes.
Por supuesto, siempre habrá razones legítimas para sospechar de toda censura. Y ojo: coincido con quienes exigen al Estado atacar las causas estructurales de la violencia, frenar la impunidad, proteger la vida, esclarecer los crímenes, detener la barbarie. Pero eso no impide que podamos, al mismo tiempo, cuestionar el lugar cultural de privilegio que le hemos dado al crimen organizado en el imaginario colectivo. No todo es responsabilidad de los gobiernos; también la sociedad, los medios de comunicación, las familias y las instituciones educativas tenemos participación en este extravío.
Hacer héroes a quienes encarnan la violencia no es solo un error ético: es una forma de destrucción cultural. En un país con miles de personas desaparecidas y más de 30 mil homicidios al año, no podemos seguir permitiendo que los espacios públicos —ferias, palenques, conciertos masivos— se conviertan en tribunas donde se canta, celebra y romantiza al verdugo. No es un problema menor: es una grieta en el sentido común.
El actual gobierno federal ha planteado una estrategia para enfrentar al crimen desde múltiples frentes: inteligencia, justicia social, control del territorio, despliegue institucional. Pero también es cierto que la magnitud del problema exige no solo acciones del Estado, sino una transformación cultural más profunda. La violencia no se combate únicamente con operativos: también se combate desmontando los mitos que la vuelven deseable.
Hannah Arendt advirtió que el mayor peligro para una sociedad no es el fanatismo, sino la banalización del mal: cuando los actos más atroces se vuelven rutina, cuando ya no nos escandalizan, cuando se integran a la vida cotidiana como parte del paisaje. Eso está ocurriendo en México. Los símbolos, las canciones, las narrativas que enaltecen a los narcos ya no provocan rechazo; al contrario, son parte del entretenimiento, del orgullo regional, del repertorio aspiracional. Y si no lo detenemos, será cada vez más difícil distinguir entre el horror real y su versión maquillada en la cultura pop.
Slavoj Žižek señaló que el poder más eficaz no es el que reprime, sino el que moldea nuestros deseos. En otras palabras, cuando las industrias culturales logran que deseemos lo que nos destruye, el sistema de dominación está completo. Eso es lo que vemos en esta nueva estética de la narcocultura: una fascinación por el lujo, la violencia, el control, el miedo. Un deseo de ser el que impone, el que mata, el que manda.
Por eso, no se trata de censurar ideas ni de moralizar el arte. Se trata de preguntarnos si queremos seguir alimentando una cultura que le rinde culto al crimen, y si esa cultura debe tener un lugar privilegiado en nuestros espacios públicos, en nuestras celebraciones, en los oídos de nuestras hijas e hijos.
No se puede exigir justicia y, al mismo tiempo, aplaudir a los criminales en el escenario. No se puede acompañar a las madres buscadoras y luego corear los nombres de quienes probablemente las convirtieron en madres sin hijos. No se puede pedir paz mientras se canta la guerra. Desmontar los símbolos que exaltan la figura del narco no resolverá, por sí solo, la crisis. Pero es una batalla que vale la pena dar. Porque, si no cambiamos los referentes culturales, seguiremos atrapados en el espejo roto de un país que aplaude al verdugo y olvida a las víctimas.