Francisco en el mundo real

Juan Luis H. González S.
No soy un hombre de fe, o no en el sentido tradicional. Respondo a mi propia espiritualidad, y esta nunca ha creído en una moral dictada desde lo alto, ni en que las grandes preguntas de la humanidad se resuelvan con rezos y encíclicas.
Pero no soy ingenuo. Entiendo que el papel de las iglesias —más allá de encauzar y ser receptoras de la fe de las personas— es operar en el mundo real como factores de poder. No son abstractas: inciden en la vida cotidiana, moldean narrativas, fijan posturas, mueven intereses económicos, castigan a los adversarios.
El Vaticano no es solo un templo, es un Estado, y el Papa no es sólo un pastor: es un jefe de Estado con una influencia global que, si bien no se mide en votos, sí en símbolos, gestos, pronunciamientos y también silencios.
La Iglesia Católica ha sobrevivido a imperios, guerras, revoluciones y herejías. Su permanencia no es casual: ha sabido adaptar su discurso sin renunciar a su estructura. Ha protegido su poder con el lenguaje de la eternidad. Por eso, cada nuevo Papa no es solo una figura espiritual: es también una señal política. Y en ese sentido, el pontificado de Francisco fue una anomalía dentro del sistema. Un intento de sacudir el impoluto mármol del Vaticano desde dentro.
Desde que apareció en el balcón con una sencillez que desentonaba con la pompa habitual, Francisco marcó distancia. Su pontificado entendió que la Iglesia había perdido el vínculo con el mundo real. Que los templos vacíos no eran sólo culpa del secularismo, sino también de una institución que se había vuelto autorreferencial, lejana, incapaz de hablar el idioma de la calle y del mundo actual. Francisco no solo modificó el tono: eligió otras causas. Puso en el centro a los migrantes, a la comunidad lésbico-gay, al medio ambiente, a los pueblos olvidados, a los pobres. Y con ello incomodó, dentro y fuera.
La resistencia no tardó. El ala conservadora del Vaticano lo miró con recelo. Los dubia cardinals, encabezados por Raymond Burke, cuestionaron públicamente su enfoque pastoral: “Nosotros no desafiamos al Papa. Estamos actuando para defender la fe, la tradición y la doctrina”. Más tarde, Carlo Maria Viganò, exnuncio apostólico, fue todavía más lejos al acusarlo de encubrir abusos y exigir su renuncia: “Francisco ha sabido todo, y ha optado por encubrir. Ya no puede negar su responsabilidad, debe renunciar”. Las declaraciones —insólitas por su dureza— revelaron que la división dentro de la Iglesia Católica no era sólo teológica, sino de poder.
Pero Francisco no buscó rebajar el mensaje ni dar un paso atrás. Trató de darle a la Iglesia no sólo el papel de un refugio para dogmas antiguos, sino el de un actor vigente en un mundo roto. En tiempos donde la religión suele ser usada para dividir, él apostó por tender puentes. En un momento en que la política renuncia a la ética, él se atrevió a pronunciarla.
Muchas de sus reformas quedaron a medio camino. Su apertura hacia la diversidad sexual y hacia las mujeres en la estructura eclesial tropezó con muros internos, y aunque denunció con firmeza los abusos dentro del clero, la impunidad no desapareció. Pero sería injusto medir su legado sólo por lo que no pudo hacer. Porque en medio de una institución diseñada para resistirse al cambio, el solo hecho de intentarlo ya es un acto político.
En 2004, Habermas y Ratzinger dialogaron sobre los límites de la razón y el lugar de la fe. Francisco no resolvió ese dilema, pero caminó sobre esa frontera: entre el símbolo y la realidad, entre la liturgia y la carne, entre el templo inalcanzable y las calles. Y ahí, en esa grieta, intentó reencantar a una Iglesia desencantada y lejana.